2 de DICIEMBRE : DÍA de la ABOLICIÓN del SISTEMA PROSTITUYENTE

Organizamos esta nueva convocatoria Abolicionista conmemorando un aniversario más del día en que la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobara el "Convenio para la Represión de la Trata de Personas y de la Explotación de la Prostitución Ajena" (resolución 317(IV), de 2 de diciembre de 1949.

PROPONIENDO, desde las Primeras Jornadas Nacionales Abolicionistas 2009, que sea recordado como:

“Día de la Abolición del Sistema Prostituyente”


miércoles, 25 de enero de 2012

PONENCIA: Sobre el consentimiento y la prostitución en sociedades patriarcales

PONENTE:
Eliana Laura Ferradás Abalo


Estudiante, próxima a recibirme de la carrera de Historia en la UBA. Trabajo en un programa de Movimientos Sociales y Derechos Humanos, en el marco del cual cada cuatrimestre recibimos a un grupo de estudiantes universitarios de Estados Unidos que vienen a abordar dichos temas. Además, llevo varios años colaborando con la Fundación La Alameda, una organización que lucha contra la trata de personas, y he realizado varios cursos y asistido a jornadas vinculadas con los derechos humanos.


Resumen
En abril de 2008 se sancionó en Argentina la Ley 26.364, que significó un avance con respecto al vacío legal existente en materia de prevención y persecución de la trata de personas. Sin embargo, la ley presenta varios puntos cuestionables, entre ellos, el problema del consentimiento: las víctimas mayores de 18 años deben probar que no consintieron su propia explotación. Mi objetivo, entonces, es analizar la cuestión del consentimiento, enmarcándola en la problemática más amplia de la prostitución en las sociedades patriarcales, caracterizadas por una supremacía de lo masculino. Coincidiendo con el planteo abolicionista de que «no existe, en general, una prostitución libre; no hay libertades posibles en el acto de la venta del cuerpo», mi propósito es analizar las relaciones de poder que rigen en las sociedades patriarcales y cómo éstas sientan las bases para delitos como el analizado en este trabajo.

Introducción
El 30 de abril de 2008 se sancionó en nuestro país la Ley 26.364 de Prevención y sanción de la trata de personas y asistencia a sus víctimas. Aunque ésta significó un gran avance con respecto al vacío legal existente hasta el momento en materia de prevención y persecución de este delito –pues la norma definió, tipificó y convirtió en delito federal la trata de personas–, la ley presenta varios puntos cuestionables, entre ellos, el problema del consentimiento.
En efecto, el texto legal propone una grosera distinción entre la situación de las personas menores de 18 años, en cuyo caso «el asentimiento de la víctima de trata de personas no tendrá efecto alguno» (Art. 3), y la de las mayores de 18, en cuyo caso las víctimas deberán probar la mediación de «[…] engaño, fraude, violencia, amenaza o cualquier medio de intimidación o coerción, abuso de autoridad o de una situación de vulnerabilidad, concesión o recepción de pagos o beneficios para obtener el consentimiento de una persona que tenga autoridad sobre la víctima, aún cuando existiere asentimiento de ésta.» (Art. 2) En otras palabras, para que el responsable sea condenado, la víctima debe probar que no consintió su propia explotación, sino que fue obligada a ella mediante engaños o cualquiera de los restantes medios especificados en el texto legal –que, en realidad, no deberían ser entendidos como medios, sino como vicios del consentimiento de la víctima–.
Este punto –junto con otros, como el valor de las penas, tan bajo que convierte a este grave delito en excarcelable– fue inmediatamente objetado por numerosas organizaciones de la sociedad civil, que cuestionaron la posibilidad de que una víctima consintiese tales niveles de explotación por su propia voluntad y pidieron –y continúan haciéndolo– la eliminación de la distinción entre víctimas menores y mayores de edad. Estas modificaciones a la Ley se vienen discutiendo, de hecho, desde agosto de 2009, pero todavía están a la espera de ser aprobadas.
Mi objetivo, entonces, es analizar la cuestión del consentimiento, enmarcándola en la problemática más amplia de la prostitución en las sociedades patriarcales, caracterizadas por una supremacía de lo masculino.[1] Coincidiendo con el planteo abolicionista de que «no existe, en general, una prostitución libre; no hay libertades posibles en el acto de la venta del cuerpo», mi propósito es analizar las relaciones de poder que rigen en las sociedades patriarcales, y el rol subordinado de la mujer, subordinación que llega al punto de convertirla en un objeto apto de ser comprado por el varón. En este sentido, me propongo estudiar las estructuras y construcciones que predominan en una sociedad de este tipo, que incluso justifican tal dominación de la mujer, por ejemplo, en el caso de la trata de personas, admitiendo la posibilidad de que una persona consienta tal explotación.
La hipótesis que guía mi trabajo, entonces, es que la prostitución puede ser considerada como la fuente de la trata de personas, pero que la estructura que se encuentra verdaderamente en la base de esta problemática es el patriarcado, un sistema de relaciones sociales estructurado sobre dos principios fundamentales: desigualdad y poder, y que determina un conjunto de prácticas cotidianas concretas que producen y reproducen el dominio de los varones por sobre las mujeres y que justifican actividades como la prostitución y sus consecuencias. Tal como lo define Teresa Ulloa Ziáurriz, «[…] el patriarcado, como parte del modelo masculino tradicional, es un orden sociocultural de poder basado en patrones de dominación, control o subordinación, como la discriminación, el individualismo, el consumismo, la explotación humana y la clasificación de personas, que se transmite de generación en generación, o sea de padres a hijos; se identifica en el ámbito público (gobierno, política, religión, escuelas, medios de comunicación, etc.) y se refuerza en lo privado (la familia, la pareja, los amigos), pero que es dialéctico y está en constante transformación, manifestándose en formas extremas de violencia y discriminación de género.»[2]
En este sentido, lo que me interesa destacar es la necesidad de abolir este orden sociocultural que consolida el poder masculino sobre las mujeres, porque de otro modo resultará imposible avanzar hacia una sociedad más equitativa. Como explica Juan Carlos Volnovich, «[…] cualquier intervención en este problema debería tener en cuenta las representaciones que en el imaginario social legitiman la prostitución. Las leyes de Códigos Penales o los tratados internacionales, necesarios como son, nunca serán suficientes para contrarrestar prácticas convalidadas por las costumbres: derechos de los hombres sobre los cuerpos de las mujeres, derechos de los poderosos sobre los cuerpos de los débiles.»[3] Es necesario, entonces, romper con este tipo de prácticas sociales y construcciones históricas, y desarrollar otras nuevas, que fomenten un trato igualitario, es decir, atento a las necesidades específicas de cada género.
Mujeres y varones en la sociedad patriarcal
A la hora de establecer la distinción entre lo que implica ser mujer y varón, las diferencias anatómicas y fisiológicas representan sólo una parte de la cuestión; en efecto, ser varón o mujer constituye en realidad un hecho sociocultural e histórico. Más allá del sexo de una persona, lo que verdaderamente se pone en juego en el establecimiento del género es la existencia de roles, espacios y atributos socio-históricamente construidos que se vinculan con lo que se espera de las mujeres –debilidad, sentimentalismo, pasividad, actitud caprichosa, suavidad– y de los hombres –fortaleza, racionalidad, actividad, constancia, agresividad–, respectivamente. En otras palabras, el género determina las características y los roles que se atribuyen a las personas dependiendo de su sexo y de la valoración particular que de él hace cada sociedad –es decir, se trata de caracterizaciones que varían de un grupo a otro y de una época a otra–.
Esta división en los roles asignados a cada género es resultado de la forma en que, en nuestra cultura, son socializados los individuos, que ya desde su infancia son categorizados sobre la base de los estereotipos de género. Así, desde que nacen, tanto los varones como las mujeres se van amoldando a estos roles asignados y, a medida que crecen, contribuyen a reproducirlos y perpetuarlos. Sobre esta base, a lo largo de nuestra historia, las mujeres han sido subordinadas como resultado del desarrollo de diversas construcciones discusivas que las fueron reduciendo a ocuparse del ámbito doméstico, donde llevan a cabo actividades –menospreciadas– vinculadas con el cuidado de los otros, mientras que a los hombres se les asigna como ámbito de acción el espacio público –donde desarrollan actividades que son altamente valoradas por la sociedad–. «Esto implica que varones y mujeres no ocupan el mismo lugar, ni son valorados de la misma manera, ni tienen las mismas oportunidades, ni un trato igualitario en nuestra sociedad, relegando a las mujeres a una situación de subordinación.»[4] En efecto, la situación de vulnerabilidad de las mujeres se sostiene sobre la base de la limitación de sus posibilidades de acceder a la educación, a la información, a la participación política, al mercado laboral –al menos, de acceder en igualdad de condiciones con respecto a los hombres–.
De lo planteado hasta aquí se desprende que la posición inferior de las mujeres se deriva de una interpretación histórico-social de las diferencias biológicas existentes entre los sexos, y no de un ‘mandato de la naturaleza’. En lo sucesivo analizaré una de las peores consecuencias de estas construcciones acerca de la mujer en la sociedad patriarcal: la violencia de género y, más específicamente, las cuestiones interrelacionadas de la prostitución y la trata de personas.

El problema de la prostitución: posiciones enfrentadas
La problemática de la prostitución ha dado lugar a extensos debates y a variadas estrategias normativas para tratar el problema. Existen fundamentalmente tres enfoques jurídicos sobre la cuestión: el sistema prohibicionista, el reglamentarista y el abolicionista.
El sistema prohibicionista es aquel que postula que la prostitución debe ser prohibida, y que quien la ejerce, organiza y/o promueve debe ser castigado/a con la cárcel, multas o medidas reeducadoras. En los países regidos por este sistema generalmente se persigue y sanciona a las mujeres en situación de prostitución –y no al cliente– como única respuesta del Estado. Los argumentos esgrimidos en su defensa son:
-       El Estado debe cuidar y reglamentar la moral pública en aras del interés general.
-       Es mejor que la prostitución sea vigilada y no clandestina.
-       Si no se prohíbe, se facilita el camino a aquellas personas que se hallen próximas a ella.
-       Si la prostitución no es punible, es más difícil aplicar las disposiciones que prohíben la explotación ajena.
-       No prohibir su ejercicio puede motivar que la opinión pública considere que los gobernantes toleran el vicio por considerarlo un mal necesario.[5]
El sistema reglamentarista, por su parte, constituye la tendencia a convalidar y legitimar el consumo sexual de las mujeres, aunque regulando administrativamente este ejercicio de la prostitución –como si se tratase de una industria ejercida por ‘trabajadoras’ y sujeta a una legislación laboral y de seguridad social–. Por ejemplo, se crean sistemas de ficheros, se ofrecen a las mujeres en situación de prostitución controles médicos y judiciales, se establecen lugares donde pueden ejercer la actividad –‘zonas rojas’, se limita el acceso de los menores de edad a esta ‘profesión’, se aplican tasas e impuestos, entre otros elementos. Se considera a la prostitución como un mal necesario –en cuanto válvula de escape para el irrefrenable deseo sexual masculino, prevención de la violación y del abuso, entre otras causas–, de modo que incumbe al Estado asumir el control de esa actividad. Esto tiene por objetivos fundamentales controlar la difusión de enfermedades de transmisión sexual –más para proteger a los clientes que a las mujeres en situación de prostitución–, y limitar asimismo el surgimiento de mafias vinculadas con esta actividad, y el costo político que la prostitución genera en cuanto escándalo público. Los argumentos esgrimidos en su defensa son:
-       Aumenta la seguridad física de las prostitutas.
-       Acaba, en gran medida, con las redes criminales organizadas que podrían dar salida a sus prostitutas dentro de los marcos legales. [6]
Finalmente, el sistema abolicionista, originado en Inglaterra en a mediados del siglo XIX, parte de la consideración de que todo tipo de prostitución supone la explotación del cuerpo de un ser humano. En lugar de sancionar la venta de prestaciones sexuales –como el primero de los sistemas mencionados–, prohíbe la explotación de la prostitución y el acto de inducirla, y busca promover la intervención penal sobre proxenetas y clientes. Los argumentos esgrimidos en su defensa son:
-       La prostitución es la violencia o abuso sexual pagado y permitido por todos.
-       No existe, en general, una prostitución libre; no hay libertades posibles en el acto de la venta del cuerpo.
-       Romper con la identificación de la prostitución con la prostituta eximiendo al cliente.[7]
A lo largo del siglo XX, el sistema abolicionista se ha difundido crecientemente hasta llegar a ser el predominante en Europa, Asia y América Latina. Es este el modelo que sentó las bases del ‘Convenio para la Supresión de la Trata de Seres Humanos y de la Explotación de la Prostitución Ajena’, aprobado por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 2 de diciembre de 1949, y que entró en vigor el 25 de julio de 1951. Esta Convención fue ratificada por alrededor de setenta países, y se ha constituido en el fundamento de las diversas normas jurídicas nacionales sobre prostitución en gran parte del mundo. Dicho sea de paso, la Convención establece que el consentimiento de la víctima no puede ser utilizado como instrumento de defensa por los acusados (de este modo, la carga de la prueba no recae sobre las víctimas, y además, pueden iniciarse las investigaciones pertinentes sin necesidad de demanda o cooperación por parte de la víctima).
En nuestra opinión, es este último enfoque el que da en la tecla con respecto a la cuestión de la prostitución. En efecto, este problema debe ser abordado desde una perspectiva de género, e insertado en el marco más amplio de la violencia de género, es decir, de aquella que se ejerce contra las mujeres sobre la base de la desigual relación de poder entre varones y mujeres, relación establecida a partir de estereotipos y preconceptos. Todo esto se vincula estrechamente con lo analizado en el apartado anterior, porque es producto de la relación social jerarquizada de poder-sumisión que en las sociedades patriarcales se establece entre varones y mujeres. Este tipo de violencia abarca innumerables modalidades, y pone en evidencia las características fundamentales del patriarcado: machismo, masculinismo, androcentrismo, misoginia, entre otras.
El sistema ‘masculinista’ o patriarcado repercute igualmente en las representaciones respecto de las sexualidades: los varones, que son caracterizados sobre la base de su actividad, autonomía, fortaleza, entre otras particularidades, manifiestan expresiones irrefrenables de deseo, mientras que las mujeres, cuyo rol histórico ha sido el de estar al servicio del otro, se constituyen en complemento para el despliegue de la sexualidad masculina. De esta forma, también la dominación sexual es producto de la subordinación de las mujeres construida sobre la base de los estereotipos de género y, a este respecto, coincido con Cecilia Hofman en que «[…] la prostitución confirma y consolida las definiciones patriarcales de las mujeres, cuya función primera sería la de estar al servicio sexual de los hombres.»[8] La objetivación que se opera sobre las mujeres en situación de prostitución –que son transformadas en una ‘cosa’ capaz de ser utilizada, abusada, consumida– constituye una de las acciones más destructivas, porque implica la negación misma de su humanidad.
De esta forma, la prostitución da cuenta del hecho de que, en las sociedades patriarcales, incluso el cuerpo de las mujeres llega a ser narrado desde la perspectiva androcéntrica. Sin embargo, tal como lo explica María Inés Pacecca, «[…] es claro que el deseo del varón no es deseo sexual fisiológico, sino deseo social de dominación. […] Mediante el comercio sexual, el varón compra derecho a dominar, y este dominio se expresa y se manifiesta, se actúa y se muestra, en términos de falo.»[9] Esta desconsideración de la subjetividad de las mujeres constituye a la prostitución en una de las expresiones más extremas de violencia, en tanto la misma implica la desnaturalización de los cuerpos, su cosificación y, peor aún, su mercantilización.
Por otra parte, la prostitución representa claramente un problema de género y de clase: según un informe de las Naciones Unidas, las mujeres realizan dos tercios de la jornada mundial de trabajo, aunque sólo perciben el 10 % de las remuneraciones mundiales y son propietarias del 1 % de la propiedad mundial; constituyen, como resultado, el 80 % de los 1.500 millones que suman las personas más pobres del mundo. Por otra parte, cada año son incorporadas a la prostitución alrededor de 4.000.000 de mujeres y niñas. Partiendo de esta perspectiva que tiene en cuenta las desigualdades de género y de clase, Marta Fontenla define a la prostitución como una «[…] relación de dominación, subordinación y explotación de las mujeres, de manera individual y colectiva, por parte del colectivo de los varones y que tiene por fin legitimar la violencia contra las mujeres y perpetuar las desigualdades de género, clase y raza.»[10]
Por todos los motivos mencionados, considero que, en lugar de prohibirla o regularla, lo que la prostitución merece es directamente su abolición.

La trata de personas con fines de explotación sexual: una violación a los derechos de las humanas
La trata de personas, actualmente interpretada como la esclavitud del siglo XXI, aparece definida en el Protocolo para prevenir, reprimir y sancionar la trata de personas, conocido como ‘Protocolo de Palermo’, como «[…] la captación, el transporte, el traslado, la acogida o la recepción de personas –recurriendo a la amenaza o al uso de la fuerza u otras formas de coacción, al rapto, al fraude, al engaño, al abuso de poder o de una situación de vulnerabilidad o a la concesión o recepción de pagos o beneficios para obtener el consentimiento de una persona que tenga autoridad sobre otra– con fines de explotación. Esta explotación incluirá, como mínimo, la explotación de la prostitución ajena u otras formas de explotación sexual, los trabajos o servicios forzados, la esclavitud o las prácticas análogas a la esclavitud, la servidumbre o la extracción de órganos.» (Art. 3, inc. a) Este delito se ha convertido en la tercera actividad lucrativa ilegal que mueve más dinero en el mundo –32.000 millones de dólares, según un informe realizado por la OIM en 2006–, junto con las drogas y el tráfico de armas.
Aunque la trata de personas no afecta solamente a las mujeres –ni tampoco tiene como único fin la explotación sexual–, en este estudio, como informé anteriormente, me centraré específicamente en el caso de la violencia sexual hacia la mujer. En este sentido, la trata de personas con fines de explotación sexual involucra distintas formas de violencia hacia las mujeres: violencia física, que se emplea contra el cuerpo de la mujer; violencia psicológica, que atenta contra su desarrollo personal causándole severos daños emocionales; violencia sexual, que vulnera su integridad sexual y su derecho a decidir libremente acerca de su vida sexual y reproductiva; violencia simbólica, a través de la denigración de la mujer sobre la base de estereotipos de género, entre otras. De hecho, varias organizaciones anti-trata consideran que este crimen debería ser entendido como un delito de lesa humanidad, en tanto implica una violación sistemática y masiva de los derechos humanos de las personas víctimas con la anuencia o la omisión del Estado.
Aunque las mujeres son titulares de toda la gama de derechos que son inherentes a los seres humanos, lo cierto es que, como plantea Viviana Caminos, «[…] el Estado no ofrece a las mujeres garantías de respeto hacia sus derechos, no crea condiciones de seguridad para sus vidas, no actúa para prevenir, evitar y sancionar sus crímenes.»[11] En este sentido, conviene no olvidar que también nuestro sistema jurídico, nuestras leyes y la forma en que éstas son interpretadas y aplicadas son profundamente patriarcales.

La cuestión del ‘consentimiento’
El problema del consentimiento cobra una relevancia fundamental a la hora de analizar las problemáticas abordadas en este trabajo. En el caso de la prostitución, el consentimiento tiene la capacidad de convertir a esta actividad en una forma ‘socialmente legitimada’ de violencia sexual. En efecto, cuando una mujer –o niña, niño y cualquier otra persona prostituida– recibe un pago por el (ab)uso de su cuerpo, se opera un cambio, y las situaciones que en otras circunstancias llamaríamos violencia física, violación o abuso sexual, se vuelven legítimas y socialmente aceptadas. En la mayoría de las sociedades occidentales se acepta que los varones compren sexo, así como la existencia de mujeres que lo venden, aunque conviene destacar que estas mujeres sufren enormemente la discriminación y marginación: «los patrones culturales discriminatorios hacia las mujeres aceptan que los varones compren sexo pero discriminan a las mujeres que lo venden.»[12]
Lo que este tipo de interpretaciones vinculadas con el consentimiento soslayan es que el hecho de que una persona ejerza la prostitución por decisión propia –y no por ser víctima de redes de trata o de otro tipo de reducción a la servidumbre– no significa que lo haga de forma ‘libre’. Existen muchísimos otros determinantes posibles, entre los cuales las necesidades económicas –producto de las situaciones estructurales por las que enormes cantidades de personas viven al borde de la pobreza e, incluso, de la indigencia–, y las derivadas del paradigma masculinista en el que las mujeres nos encontramos insertas –y que construye estereotipos de género que en gran parte guían nuestro accionar y limitan nuestras opciones–, ocupan un espacio muy importante. En este sentido, tal como lo expresa Rosario Carracedo Bullido, «la sexualidad nada tiene que ver con las mujeres en prostitución. Estar en prostitución es soportar día tras día, jornada tras jornada, sucesiva y diariamente, la intromisión sobre tu corporalidad, una invasión practicada por un hombre y luego otro, otro, otro y un sinfín de hombres. No, las mujeres en prostitución no ejercitan su libertad sexual, soportan los actos de vulneración porque superviven en la prostitución. Para ellas los servicios prestados en esas condiciones no constituyen prácticas sexuales, y mucho menos deseadas.»[13]
Son falsas, entonces, aquellas posiciones que sostienen argumentos como el de que «no siempre que hay trabajo sexual hay explotación, y por ello debe ser relevante la figura del consentimiento.»[14] Frente a los enfoques que consideran que la prostitución es un trabajo libremente elegido, lo que aquí postulo es que tal actividad constituye una violación a los derechos humanos de las mujeres, a la vez que produce y reproduce el sometimiento del género femenino frente al poder masculino.
Tal como lo explica Marta Fontenla, existen paradigmas liberales patriarcales de interpretación que fundan su teoría en el ‘contrato’: un acuerdo establecido entre personas libres e iguales, que actúan con autonomía de voluntad y, especialmente, con discernimiento, intención y libertad. En estas condiciones puede entenderse que el consentimiento es válido, en tanto no está afectado por ningún vicio de la voluntad. En el caso de una mujer en situación de prostitución, su cuerpo es la mercancía, y el cliente-prostituidor es quien tiene el dinero para pagar el precio de ese ‘objeto’. Pero no se puede sostener que se trata de un intercambio entre iguales, en el que la mujer actúa con discernimiento, intención y libertad; «sin duda, existen serias limitaciones a la autodeterminación y nos encontramos con situaciones en las cuales estas limitaciones no sólo restringen, sino que llegan a anular o impedir las posibilidades de libertad. En el caso de la prostitución, las mujeres no ‘se prostituyen’, son prostituidas por clientes y proxenetas protegidos por el Estado, compelidas por la necesidad económica, por presiones de toda clase, especialmente familiares, por la violencia real y simbólica que sufrimos, por costumbres e ideas contenidas en los mensajes culturales, que consideran que las mujeres de todas las cases sociales son objetos disponibles para satisfacer supuestas ‘necesidades’ de los varones, también de todas las clases.»[15]
Desde este punto de vista, la prostitución no es un trabajo porque hay derechos de las personas que son irrenunciables; un cuerpo no puede comprarse como una mercancía, y actos delictivos que incluyen la explotación de la prostitución ajena, prohibida en nuestro país, no pueden quedar impunes debido a un supuesto consentimiento de las víctimas. En esta misma línea, acuerdo con Magdalena González en que «no se puede comparar a la prostitución con el trabajo pues, en el caso del trabajo, el cuerpo sigue siendo percibido y utilizado por el individuo como parte de su persona, y el trabajador ofrece un producto de su trabajo. Pero en el caso de la mujer prostituida ni siquiera existe la mediatización que implica un trabajo, pues el cuerpo y el psiquismo de la mujer son la materia prima para la realización de un acto que se desarrolla únicamente para el placer del que consume a esa mujer, a la que […] se le impide su propio desarrollo por esa misma práctica.»[16] Resulta, entonces, imposible concebir como trabajo una actividad en la cual el cuerpo de una persona constituye la mercancía, y toda su humanidad se encuentra sometida a los deseos del comprador.
Por otra parte, Nina Parrón sostiene que, «[…] según datos de la ONU, sólo un 5 % de las mujeres ejercen la prostitución como una decisión libre, pudiendo optar por diversas posibilidades […]»[17]. De esta forma, incluso si se aceptase la existencia de gente que se prostituye ‘libremente’, este sector resultaría ínfimo.
Debe señalarse, además, que el hecho de que la contraprestación sea libre o no es superfluo para el usuario, quien normalmente no se preocupa por la situación de la mujer que ‘consume’. No existe un mercado de prostitución ‘libre’ y otro paralelo de prostitución ‘forzada’.
En el caso de la trata de personas, la cuestión del consentimiento se torna aún más ridícula, porque implica postular que una persona puede consentir y acceder voluntariamente a las brutales vejaciones que este delito conlleva. Los testimonios de las víctimas dan cuenta de que éstas son sometidas a una violencia permanente, tanto por parte de sus traficantes y proxenetas, como de sus clientes-prostituyentes, y nadie se somete ‘voluntariamente’ a ser víctima de estos crímenes. Además, en este caso, concuerdo con Marta Fontenla en que «hablar de consentimiento atenta contra un principio básico de derechos humanos y es que nadie puede consentir su propia explotación, además de establecer dos categorías de victimas: las inocentes, que no consintieron y las culpables que sí lo hicieron. Así, con víctimas culpables el proxeneta es inocente y con víctimas inocentes el proxeneta es culpable.»[18] Para las convenciones de derechos humanos que, justamente, parten del principio básico de que nadie puede consentir su propia explotación, el delito tiene lugar aunque la víctima haya prestado su consentimiento, de modo que éste no puede ser empleado para absolver al delincuente. Tal como lo explica Vilma Ibarra, «la esclavitud, que importa quitar la libertad, no hay forma de consentirla, porque sin libertad es imposible consentir; es decir que la falta de libertad imposibilita toda forma de consentimiento.»[19]
El derecho que, según algunos ordenamientos jurídicos, tienen los hombres a ‘consumir’ prostitución, se opone directamente a los derechos humanos de las personas en situación de prostitución; y es claro que, cuando estos derechos entran en conflicto, los que deben protegerse son los derechos de las víctimas.
Desde este punto de vista, los medios que hayan sido empleados por los tratantes –engaño, fraude, violencia, amenaza o cualquier medio de intimidación o coerción, abuso de autoridad o de una situación de vulnerabilidad, concesión o recepción de pagos o beneficios para obtener el consentimiento de una persona que tenga autoridad sobre la víctima–, así como la minoría de edad de la víctima, deberían constituir agravantes del delito, en lugar de integrar la definición del tipo penal. Si no, se está constituyendo la figura de una ‘trata legal’, que tendría lugar cuando la víctima consiente su propia explotación.
Como consecuencia de todo lo expuesto, y sin despreciar el papel predominante de las bases materiales que sostienen este delito –profundas desigualdades socio-culturales y pobreza estructural, connivencia policial y de las autoridades, corrupción, entre otras–, considero que es igualmente importantísimo prestar atención a las bases simbólicas, porque el patriarcado y las representaciones que éste construye sobre los cuerpos de las mujeres, así como los roles que les asigna, constituyen un elemento fundamental en la legitimación y permanencia de este delito.

Conclusión
En el análisis de problemáticas como las analizadas en el presente trabajo, resulta fundamental partir de una perspectiva de género. Tal como lo explica Rosario Carracedo Bullido, «la prostitución no es una práctica ajena a las relaciones de género, por ello el debate sobre la prostitución exige imperativamente formularse un juicio normativo previo sobre si es admisible o no, compatible o no, con un proyecto de sociedad igualitaria, el acceso por precio al cuerpo de las mujeres.»[20]
En este sentido, resulta también imprescindible comprender que las mujeres, desde tiempos inmemoriales, hemos sido naturalizadas. Se ha naturalizado nuestra subordinación al hombre, se ha naturalizado la negación de muchos de nuestros derechos, y se ha naturalizado, también, nuestra explotación, que encuentra una manifestación evidente en la prostitución y en toda la violencia que ella implica. Y, precisamente, en todas estas naturalizaciones –y muchas otras– radica la causa de que exista gente que realmente considere que una mujer puede consentir su propia explotación. Porque tal situación no se cuestiona como ‘antinatural’. No se entiende que, como postula José Joaquín Castellón, «comerciar con el propio cuerpo no es un derecho, porque los derechos se violan siempre que se hace de la persona un mero objeto de beneficio económico. Nuestra intimidad no es meramente espiritual, es corporal, carnal; por eso cuando se comercia con el cuerpo de una persona se la sitúa en la posición de objeto de consumo, lo que es causa de una manipulación profunda.»[21]
En las concepciones hegemónicas la prostitución es entendida, a lo mucho, como un ‘mal inevitable’, que siempre ha existido y siempre habrá de existir, por lo cual lo máximo que se puede hacer ante esta situación es reglamentarla. Es por ello que acuerdo con Cariacedo Bullido en que «los análisis políticos y las soluciones que les acompañan, procedan de quienes procedan, suelen resultar básicamente idénticos cuando son elaborados prescindiendo de la perspectiva de género. El abordaje de los asuntos que competen –y padecen– a las mujeres requiere inexcusablemente partir del hecho relevante de las desigualdades estructurales que afectan a hombres y mujeres. Cuando esto no se cumple, los análisis que se elaboran conducen a soluciones patriarcales cuya intención, explícita o implícita, intencional o causal, no es otra que mantener, preservar o ratificar privilegios masculinos.»[22]
El enfoque de género no es el abordaje que prima en el análisis de la problemática de la prostitución, donde lo que predominan son posiciones que culpabilizan a las personas que la ejercen –incluso cuando son víctimas de trata–, en tanto entienden su situación como el resultado de elecciones libres y, en consecuencia, terminan revictimizando a las mujeres que son explotadas en el marco de una relación desigual de poder.
Se torna imprescindible, entonces, desnaturalizar el papel subordinado que la mujer ocupa en la sociedad, porque ser distintos no implica ser desiguales. En tanto los estereotipos de género se fundan en roles socio-históricamente construidos, es posible –y más que necesario– desmontar estas construcciones simbólicas que conllevan la subordinación de la mujer en la sociedad. Hay que luchar por una equidad de género, que instale un trato entre hombres y mujeres no igual –porque las diferencias biológicas efectivamente existen e implican la necesidad de un abordaje distinto en ciertos aspectos–, pero sí igualitario, o sea, que tenga en consideración las necesidades diferentes de cada género. Y esta es una lucha que nos convoca especialmente a todas las mujeres, porque «el mercado prostitucional es un mercado de cuerpos de mujeres, y constituye la reducción de nuestra humanidad, no sólo de las mujeres en prostitución sino de todas, a la condición de meras anatomías.»[23]
Para concluir, me gustaría citar un planteo de Alicia Bolaños, vocal de Derechos Humanos de Médicos del Mundo –España–, que merece especial atención: «No hay dignidad en la prostitución. Muchos de los actos relacionados con ésta pretenden degradar, humillar y expresar el dominio del hombre sobre la mujer. Si las mujeres tienen que vivir en este mundo con dignidad e igualdad, sus cuerpos y emociones deben pertenecerles sólo a ellas, no deben ser consideradas ‘mercancías’ que se puedan comprar y vender. Una oposición firme frente a la explotación sexual ofrece a todos los países del mundo un avance en la justicia y, en general, en la democracia.»[24]
Resulta imprescindible, entonces, una reforma de la Ley 26.364 de Prevención y sanción de la trata de personas y asistencia a sus víctimas que parta de una perspectiva de género como la elaborada en el presente trabajo. Pero es importante recordar, también, que una buena legislación es una condición necesaria, pero no suficiente, para avanzar en la erradicación de este delito: hace falta también la voluntad política para que ésta se torne eficaz, y resulta igualmente indispensable transformar las condiciones estructurales y terminar con las prácticas sociales que sientan las bases para su desarrollo.

[1] Es fundamental destacar que la trata de personas es un delito que no tiene como único fin la explotación sexual, de la misma forma que no tiene como únicas víctimas a las mujeres. Sin embargo, dado que el 87 % de las víctimas de trata son reclutadas para la explotación sexual y que, de este gran número, el 90 % son mujeres y niñas, en este trabajo decidí centrarme en los factores que determinan que las mujeres sean especialmente vulnerables a este tipo de crimen y, a nivel más general, que sean más plausibles de ser objetivadas y transformadas en mercancías para el consumo masculino.
[2] ULLOA ZIÁURRIZ, Teresa, “La evolución jurídica de la Trata de mujeres y niñas en América Latina y el Caribe”, en DE ISLA, María de las Mercedes y DEMARCO, Laura (comps.), Se trata de nosotras: la trata de mujeres y niñas con fines de explotación sexual, Las Juanas Editora, Buenos Aires, 2009, p. 180.
[3] VOLNOVICH, Juan Carlos, “La prostitución desde el punto de vista del ‘usuario’”, en DE ISLA, María de las Mercedes y DEMARCO, Laura (comps.), Se trata de nosotras: la trata de mujeres y niñas con fines de explotación sexual, op. cit., p. 83.
[4] VVAA., Hacia un Plan Nacional contra la Discriminación, INADI, Buenos Aires, 2005, p. 146.
[5] En BOLAÑOS, Alicia (Vocal de Derechos Humanos de Médicos del Mundo – España), “La prostitución desde una perspectiva legal: diferentes enfoques”, en BOLAÑOS, Alicia, PARRÓN, Nina, ROYO, Enric y SANTANA, Juana, Debate sobre prostitución y tráfico internacional de mujeres. Reflexiones desde una perspectiva de género, Médicos del Mundo, 2003, pp. 5-6.
[6] Ibíd., p. 6.
[7] Ibíd., pp. 6-7.
[8] HOFMAN, Cecilia, Sexo: de la intimidad al “trabajo sexual”, o ¿es la prostitución un derecho humano?, artículo disponible en pdf en la página web aboliciondelaprostitucion.org.
[9] PACECCA, María Inés, “Partidas, tránsitos, destinos. Una mirada sobre la dominación y el comercio sexual”, en DE ISLA, María de las Mercedes y DEMARCO, Laura (comps.), Se trata de nosotras: la trata de mujeres y niñas con fines de explotación sexual, op. cit., p. 20.
[10] FONTENLA, Marta, Trata y tráfico de personas, especialmente mujeres y niñas, para la prostitución. Hacia un enfoque feministaPonencia presentada en las Jornadas sobre “Trata de Personas: hacia un enfoque integral para su comprensión", organizada por CAREF, CIPRE y DEDIHU, Buenos Aires, 17 de Agosto de 2006, p. 5.
[11] CAMINOS, Viviana, “La prevención en la Trata de personas”, en DE ISLA, María de las Mercedes y DEMARCO, Laura (comps.), Se trata de nosotras: la trata de mujeres y niñas con fines de explotación sexual, op. cit., p. 112.
[12] VVAA., Hacia un Plan Nacional contra la Discriminación, op. cit., p. 157.
[13] CARRACEDO BULLIDO, Rosario, “Feminismo y abolicionismo”, en Revista Crítica N.º 940, Madrid, Diciembre de 2006.
[14] GARCÍA MÉNDEZ, Emilio, ASPRELLA, María Eva y PLOSKENOS, Analía, “El problema del consentimiento en el Delito de Trata de Personas”, en DE ISLA, María de las Mercedes y DEMARCO, Laura (comps.), Se trata de nosotras: la trata de mujeres y niñas con fines de explotación sexual, op. cit., p. 296.
[15] FONTENLA, Marta, “La Prostitución, la TRATA de mujeres y niñas: ¿Derechos de las humanas o seguridad del Estado?”, en DE ISLA, María de las Mercedes y DEMARCO, Laura (comps.), Se trata de nosotras: la trata de mujeres y niñas con fines de explotación sexual, op. cit., p. 299.
[16] GONZÁLEZ, Magdalena, “CONSUMO de MUJER: Las mujeres en situación de prostitución”, en DE ISLA, María de las Mercedes y DEMARCO, Laura (comps.), Se trata de nosotras: la trata de mujeres y niñas con fines de explotación sexual, op. cit., p. 66.
[17] PARRÓN, Nina (Tesorera y vocal de Género de Médicos del Mundo – España), “Sobre el oficio más antiguo”, en BOLAÑOS, Alicia, PARRÓN, Nina, ROYO, Enric y SANTANA, Juana, op. cit., p. 24.
[18] FONTENLA, Marta, Trata y tráfico de personas, especialmente mujeres y niñas, para la prostitución. Hacia un enfoque feministaop. cit., p. 10.
[19] IBARRA, Vilma, “El rol legislativo ante el delito de la trata”, en DE ISLA, María de las Mercedes y DEMARCO, Laura (comps.), Se trata de nosotras: la trata de mujeres y niñas con fines de explotación sexual, op. cit., p. 275.
[20] CARRACEDO BULLIDO, Rosario, “Feminismo y abolicionismo”, en Revista Crítica N.º 940, Madrid, Diciembre de 2006.
[21] CASTELLÓN, José Joaquín, “Abolición de la prostitución”, en Diario de Sevilla, Sevilla (España), 23 de abril de 2008.
[22] CARRACEDO BULLIDO, Rosario, “Por un análisis feminista sobre la prostitución”, en CALVO SALVADOR, Adelina, GARCÍA LASTRA, Marta y SUSINOS RADA, Teresa (eds.), Mujeres en la periferia: algunos debates sobre género y exclusión social, Icaria editorial S.A., Barcelona, 2006, p. 59.pp. 58-59.
[23] Ibíd., p. 67.
[24] BOLAÑOS, Alicia (Vocal de Derechos Humanos de Médicos del Mundo – España), “La prostitución desde una perspectiva legal: diferentes enfoques”, en BOLAÑOS, Alicia, PARRÓN, Nina, ROYO, Enric y SANTANA, Juana, op. cit., p. 20. 


Bibliografía
·        BOLAÑOS, Alicia, PARRÓN, Nina, ROYO, Enric y SANTANA, Juana, Debate sobre prostitución y tráfico internacional de mujeres. Reflexiones desde una perspectiva de género, Médicos del Mundo, 2003.
·        CARRACEDO BULLIDO, Rosario, “Feminismo y abolicionismo”, en Revista Crítica N.º 940, Madrid, Diciembre de 2006, pp. 37-41.
·        CARRACEDO BULLIDO, Rosario, “Por un análisis feminista sobre la prostitución”, en CALVO SALVADOR, Adelina, GARCÍA LASTRA, Marta y SUSINOS RADA, Teresa (eds.), Mujeres en la periferia: algunos debates sobre género y exclusión social, Icaria editorial S.A., Barcelona, 2006, p. 59.
·        CASTELLÓN, José Joaquín, “Abolición de la prostitución”, en Diario de Sevilla, Sevilla (España), 23 de abril de 2008.
·        DE ISLA, María de las Mercedes y DEMARCO, Laura (comps.), Se trata de nosotras: la trata de mujeres y niñas con fines de explotación sexual, Las Juanas Editora, Buenos Aires, 2009.
·        FONTENLA, Marta, “Patriarcado”, en GAMBA, Susana (Coord.), Diccionario de estudios de género y feminismos, Biblos, Buenos Aires, 2008.
·        FONTENLA, Marta, Trata y tráfico de personas, especialmente mujeres y niñas, para la prostitución. Hacia un enfoque feminista, Ponencia presentada en las Jornadas sobre “Trata de Personas: hacia un enfoque integral para su comprensión", organizada por CAREF, CIPRE y DEDIHU, Buenos Aires, 17 de Agosto de 2006.
·        HOFMAN, Cecilia, Sexo: de la intimidad al “trabajo sexual”, o ¿es la prostitución un derecho humano?, artículo disponible en pdf en la página web aboliciondelaprostitucion.org.
·        VVAA., Hacia un Plan Nacional contra la Discriminación, INADI, Buenos Aires, 2005.



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